Decir que estaba contando los segundos para que llegaran las 7 de la tarde no es una exageración. Fue una semana muy tensa, y luego de golpear las almohadas, más que nada me dediqué a trabajar en el diario y en los escritos que aparecen en este blog. El estrés era evidente: me dolía el cuello y la parte baja de la espalda, y moría de ganas de romper el cerco comunicacional que llevar adelante la terapia implicó, y de pasada volver a tomar café. Recuerdo que, durante el primer día de terapia, acompañé a una amiga al supermercado, y una promotora estaba ofreciendo café gratis, y me vi obligado a decirle que no, algo que no hubiera pensado en hacer antes. Cuando llegó la hora, lo primero que hice fue avisar vía redes sociales el final de la experiencia. Por supuesto, fue un café lo primero que disfruté. Luego, un abrazo a mi pareja, y de ahí a responder mensajes de amigos que no había podido contestar. Sentí que estaba saliendo de una híbrido entre cárcel, exilio y apostolado voluntario. La experiencia, en general, la recuerdo similar a una que tuve en mi temprana adolescencia: me invitaron a pasar una semana en una playa con unos parientes, y me vi obligado a relacionarme con gente que no tenía ningún interés para mí, cuando yo lo que quería era que me dejaran leer a Maupassant y pasearme por la playa tranquilo, sin conversar con nadie. En ese sentido, la obligación de seguir instrucciones de parte de otro, sigue siendo el recuerdo más impactante de todos. Poco después de todo esto, la misma amiga que había sido testigo de mi escena en el supermercado, y que había sido parte de mi círculo de apoyo heterosexual, me llama para invitarme a tomar una cerveza. Era la idea adecuada en el momento perfecto.
Nos juntamos en un bar cercano, e inmediatamente los amigos me llenaron de preguntas, cuestionamientos que ahora agradezco pues me ayudan a escribir estas palabras. La pregunta que más se repetía era: ¿qué fue lo más difícil? Creo que ya he adelantado la respuesta: el seguir instrucciones de alguien que no te interesa. Y eso es una clara manifestación de poder y dominación. ¿Qué fue lo que menos me costó? Quizás, dejar el alcohol, pues nunca he sido muy aficionado a beber. Sin embargo, esa noche necesitaba un trago para relajarme y sacarme la semana de encima. ¿Hubo algo de la terapia que me sirvió? Varias cosas. Primero, y es curioso que algo que está diseñado para atacar algo, termine sirviendo para otra cosa, la llamada terapia bioenergética, cosa que relaté en la entrada correspondiente. Segundo, la dieta y la actividad física, cosa que creo que seguiré aplicando y que me ha hecho sentir muy bien. Tercero, la disciplina. Si bien siempre he sido una persona bastante disciplinada, la terapia me llevó a cuestionar la efectividad y la eficacia de mis prácticas disciplinarias, asunto que sin duda será provechoso. Cuarto, los discursos que se articulan en las terapias reconversión sexual, como ésta, no dejan de ser pintorescos, y en ese marco no puedo ocultar cierta fascinación sobre ellos. Quinto, lo difícil que fue y es hablar sobre mi familia, asunto que no deseo trabajar en mi fuero interno en estos momentos, pero que sin duda será algo inevitable. Quisiera cerrar este diario reafirmando lo estresante y tortuoso que es seguir este tipo de estructuras. Una terapia de reconversión sexual tiene mucho de adoctrinamiento, y si bien por ese lado creo que no me sentí afectado, sí fueron las prácticas que implica seguir dicha terapia lo que terminó por afectarme y más que nada, agotarme. Que terrible que esto último, el cansancio, sea un arma para poder controlar y coartar la sexualidad humana.
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